Stephen Paddock, el tirador de 64 años que lanzó este lunes un mortífero ataque disparando contra la muchedumbre desde una planta superior del hotel Mandalay Bay en Las Vegas, era hijo de un criminal.
La muerte tomó a las 22.08 de este domingo el nombre de Stephen Paddock. Lo hizo alojada en una habitación de 125 dólares, cama kingsize y un enorme espejo de baño. En ese punto algo hortera del universo, Paddock dejó de ser el contable jubilado que gastaba sus días con el frenesí propio de Las Vegas y se erigió en el autor de la mayor matanza con arma de fuego de la historia de Estados Unidos. 58 muertos, 515 heridos y una nación conmocionada. “Un acto de maldad pura”, como ha dicho el presidente Donald Trump.
¿Qué le ocurrió? De momento, nadie lo sabe con precisión. La reivindicación del ISIS ha sido rechazada por el FBI. Y los antecedentes conocidos hasta ahora tampoco apuntan a ninguna pulsión asesina. Hijo de un ladrón de bancos que, según su hermano, llegó a figurar en la lista de los 10 más buscados del FBI, ni en las fichas policiales de Las Vegas ni del pueblo donde vivía, Mesquite (18.000 habitantes), se ha descubierto nada más sospechoso que alguna infracción de tráfico. Por el contrario, sus hábitos revelan pautas muy comunes entre quienes buscan pasar sus últimos años en Nevada.
Antiguo empleado del gigante armamentístico Lockheed Martin, a sus 64 años, acudía con frecuencia a los casinos a jugar al póker, disfrutaba de los conciertos de música country y entre sus pasiones figuraba volar y cazar. Tenía a su nombre dos aviones, una licencia de piloto y otra de caza mayor en Alaska. Nada que indicase su locura asesina. “Estamos en shock, horrorizados. No entendemos cómo Steve pudo hacer esto. No había nada raro en él”, ha afirmado un familiar a The Washington Post. “Esto es como la caída de un asteroide”, ha señalado su hermano a los medios estadounidenses.
Tampoco han dado más pistas las autoridades. Quien más lejos ha ido ha sido el sheriff del condado, Joe Lombardo, quien le ha equiparado a un “lobo solitario”. Un ente desconectado del mundo criminal y terrorista que actuaba siguiendo sus propios impulsos. Pero esta hipótesis, aunque tranquilizadora en un país obsesionado con una posible matanza terrorista, no da explicación de su estallido. De ese ataque premeditado que buscó un blanco tan fácil como un concierto de música country.
La reconstrucción policial muestra que Paddock llegó el jueves al gigantesco Hotel Mandalay Bay. En su habitación, estratégicamente situada en el piso 32, acumuló al menos una decena de rifles y pistolas. Listas para matar.
Con calma, esperó hasta el domingo por la noche. Llegado el momento, rompió el cristal y apretó el gatillo. Eran las 22.08. Su objetivo estaba a sus pies. Masivo e indefenso. Unas 22.000 personas concentradas en un concierto del cantante de country Jason Aldean, dentro del Route 91 Harvest Festival, que se celebraba junto al hotel. Durante 30 segundos, los disparos se confundieron con la música. Luego sólo quedó el traqueteo convulso, sordo, casi infinito de las armas de Paddock sembrando la muerte.
La intervención policial fue fulminante. Pero fracasó en su intento de atrapar a Paddock. En contra de las primeras versiones, el asesino no cayó en su habitación a manos de los SWAT, cuerpos policiales de intervención rápida, sino que se suicidó con sus propias armas.
De este final se sabe poco. Igual que de su vida. La implicación de su compañera, que en un principio fue considerada sospechosa, se ha diluido conforme pasan las horas. Y de los registros de su domicilio en Mesquite, a 130 kilómetros de Las Vegas, solo ha trascendido el hallazgo de más armas. El móvil, de momento, sigue siendo un misterio. Pero la policía no teme ningún nuevo ataque. De algo está segura. Paddock era el principio y el fin del terror.
Stephen Paddock tenía 64 años y era residente de la localidad de Mesquite, a una hora de camino de Las Vegas.